Diferentes rutas, un mismo destino

 



Al emprender un ruta, sea esta a un país lejano o a unos pocos kilómetros de distancia, suele parecer que algo en nuestro interior cambia. En las buenas épocas, esa sensación es la ilusión de hacer algo distinto a las rutinas diarias. Asimismo en momentos en los que debemos empujarnos para hacer cosas, pues flojea el ánimo, sentimos una mezcla de pereza con amor propio que nos grita que la vida se vive, no se sobrelleva.

Foto: Lidia Fos

En este atípico verano o mas bien, en este espacio tiempo en el cual hemos podido atravesar el umbral de nuestros hogares con una cierta libertad, he podido acercarme a la naturaleza para recargar unas pilas a punto de agotarse en un hermanamiento espiritual con los elementos.

Acariciar de nuevo los árboles, oler unas flores de alegres colores, dejarme arrullar por los riachuelos..., casi está logrando que me reconcilie conmigo misma, que me perdone por abandonarme a mi suerte durante algún tiempo, demasiado cansada de la vida que diría Machado. Observar la inmensidad de las montañas, estáticas y bellas, impasibles ante el paso del tiempo me ha hecho reflexionar sobre nuestra actitud ante los sucesos inevitables. Tendemos a resistirnos, a oponernos a aquello que no podemos cambiar, nos quedamos quietos cual montañas escarpadas en vez de mirar a los ríos y los mares con su natural fluir, que no hacen si no, acomodarse al espacio dado mientras arrojan vida a su paso.

                          La inmensidad de los mares, a los cuales podría estar mirando horas, traen a mi mente infancia y tiempos pasados, azulados recuerdos de una niña serena jugando en la orilla con las olas de espuma y la arena, a medio camino entre la incertidumbre y la certeza. Unos días que se antojaban cuasi eternos de risas y tortilla de patatas.

En ese discurrir por los caminos, observando la grandeza en los miradores de mares de nubes, admirando las antiguas piedras que acogen la fe, saciando la sed en fuentes puras, contemplando paisajes conocidos aunque mirándolos con ojos nuevos, me reencontré con parte del pasado. Con historias inquietantes sumadas a las ya sabidas, con abrazos familiares y llantos de nostalgia, con la vida abriéndose paso a través de los niños.

Acaricié con la mirada cada casa del pueblo de mi abuela materna, lágrimas calladas resbalaban por no poder caminar otra vez a su lado, por tenerla conmigo aunque fuera en silencio. La sentí, la sentí a mi lado, como vengo haciendo cada día desde que ya no está, su sonrisa permanece en mi recuerdo, su carácter fuerte, aguerrido, porque la vida no le preguntó si quería que fuera fácil o difícil, sencillamente le puso ración doble de tristezas y aún así, luchó por sonreír con los ojos tristes y esa mirada profunda que contaba tantas cosas que sus labios nunca se atrevieron a pronunciar. Volví a sentir que vive a través de mi, de mi madre, de mi hermana, de mi prima, de sus biznietas, de sus sobrinas pues cada una de nosotras, hemos adquirido algún rasgo de ella, entre todas mantenemos vivo su recuerdo, dejamos la estela de su existencia.


Redescubro que al viajar el destino siempre es el mismo, siempre es despertar alguna parte dormida de nuestro interior, curar alguna herida, emprender nuevos caminos, oír otras voces, sentir otras manos, mirar otros ojos, paladear otros sabores, oler otras tierras.

En definitiva, observar que mientras nos detenemos para tomar aliento, la vida continúa sin ningún pudor. De nosotros depende que esas paradas sean breves recesos para enseguida continuar el viaje de único destino.




Fotos: Lidia Fos









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