Ya veía venir que se iba a suspender
la Semana Santa. No voy a ser yo menos..., aquí todo el mundo ve
venir las cosas ¿no? Es más, suceda lo que suceda alguien lo
había visto venir, coño pues avisa que no te cuesta nada.
Que digo yo, los adivinos se debieron
ir todos de vacaciones hace tres meses cuando empezó el Covid-19.
Les venían las revelaciones sobre el virus y se decían nada, nada,
que necesito descansar. Oye que debe ser agotador saber si vas a
tener o no novio, si te va a tocar la lotería, si debes cambiar de
trabajo, vamos, un estrés que no se paga con dinero. Ah que sí se
paga y encima deben acertar de rebote una vez de cada mil. Pues nada
y todavía nos preguntamos por qué esta sociedad no termina de
evolucionar.
No contentos con los videntes de bola
de cristal también creemos en seres espirituales que nos solucionan
la vida. El ser humano busca desesperadamente saber, entender el por
qué de las cosas y cuando observa que no puede resolver las
incógnitas, se busca algo sobrenatural y a poder ser invisible para
posteriormente darle forma en imágenes varias y, por supuesto,
adorarle. Y así estamos desde la noche de los tiempos.
Claro que no es fácil dar respuesta a
las grandes preguntas, qué hacemos aquí, qué propósito tiene la
vida, hacia dónde nos dirigimos. Aprovechando que tenemos tiempo con
el confinamiento igual es un buen momento para reflexionar. Es un
ejercicio duro, os lo advierto. Es más os lo dice una creyente
férrea y actualmente agnóstica. Supone una introspección, en
muchos casos romper paradigmas firmemente asentados pero desde luego,
es muy necesario para tener ideas propias alejadas del costumbrismo o
la coacción.
Con esto no quiero decir que mi punto
de vista sea el acertado, de hecho acepto todas las teorías como
válidas, eso es lo mejor de dejar la mente abierta y permitirte
reflexionar sobre el resto de argumentos. Hago propias las palabras
de Saramago, he aprendido a no intentar convencer a nadie. El
trabajo de convencer es una falta de respeto, un intento de
colonización del otro. Por lo
tanto escucho con atención todas las opiniones sobre todo cuando se
fundamentan en razonamientos interiorizados. Vamos, que un porque sí,
no me convence.
De
hecho me fastidia profundamente que tanta gente haga las cosas sin
tener un motivo propio y tan sólo se deje llevar por la corriente.
Qué mejor ejemplo que la Semana Santa. Vi hace tiempo un corte de un
programa de reporteros en la calle preguntando en Sevilla a los
entregados creyentes por su motivación para celebrar la Pasión de
Cristo. Después de dar rienda suelta a sus emotivas respuestas les
hacía otras teóricas sobre la religión católica y la propia
Biblia, el resultado fue un espectáculo vergonzante. Cómo puedes
hacer alarde de lo pío que eres y no tener ni idea de los pilares
sobre los que se sostiene tu religión. Llegado a este punto asumo
que la religión en nuestro país es más tradición que fe.
De
pronto parezco dueña de una ingenuidad absurda, lo cual puede ser o
más bien de un deseo profundo de encontrar personas más coherentes.
Aquello de pensar, decir y hacer más o menos lo mismo. Y qué
difícil es eso.
En
una Semana Santa al uso me quedo perpleja por las demostraciones de
fe en la calle, penitentes descalzos, horas procesionando, papones de
acera, manolas dolientes, paponines en brazos. De veras que me siento
conmovida, porque cualquier manifestación sincera de fe me provoca
respeto profundo y admiración. Lo malo es que muchas veces esas
expresiones no van acordes con las actuaciones cotidianas y ahí
empieza mi debate interno. Vuelvo al ejemplo de antes, veo personas
que sólo tienen fe una semana al año. Complejo tema, pues es juzgar
la motivación de los demás, demasiado osado por mi parte. Me quedo
con la parte positiva, con aquellos que conozco personalmente y que
sí tienen fe todos los días del año, que ayudan siempre con
palabras o gestos, que hacen más agradable la vida al prójimo, que
profesan su fe de forma activa en cualquiera que sea su confesión
religiosa.
Al
final me quedo con las personas individualmente. De nuevo, el debate.
Entonces para qué necesitamos una institución religiosa. Además en
esta situación que estamos viviendo aún sigo esperando que la
Iglesia haga un comunicado en el que diga que está donando dinero al
Estado, a la Sanidad, a los investigadores, que al menos nos hablen
de religiosas que estén cosiendo mascarillas o batas para los
sanitarios como tantos ciudadanos de a pie que lo están haciendo de
forma voluntaria y desinteresadamente. Aún me sigo decepcionando con
aquellos que debían ser ejemplo de solidaridad. Y de nuevo, me quedo
con los individuos, porque hay muchos religiosos admirables pero la
institución falla estrepitosamente.
Para
mí la religión es algo que debería desaparecer, igual soy
demasiado transgresora pero creo que la verdadera religión es la
bondad. Y para manifestarla no es necesario acudir a un templo, rezar
a una imagen, sufrir calamidades en espera de una mayor recompensa.
El Jesucristo en el que yo creía habló de resumir todas las normas
encorsetadas y limitantes en una, el amor. Y en eso sí sigo
creyendo, si el amor moviera el mundo realmente todo sería muy
diferente. En esa escueta palabra se engloban una inmensidad de
acciones que sólo pueden conducir a que la convivencia de los seres
humanos sea excelente.
Ojalá
la religión del amor se extienda como un verdadero virus y nos
contagie a todos.
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El Nazareno, Viernes Santo 2015 Foto: Lidia Fos |
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