María



Se recostó un momento después de comer. La lesión en la mano, que padecía desde hacía varios años, hoy le dolía más que la víspera de Nochebuena. Normal, la gente acudía en masa al supermercado como si se fuera a terminar el mundo.
“Madre mía, será verdad lo que dicen las noticias”, se preguntaba María.
Por fin, cedió al cansancio acumulado y pudo conciliar un agitado, aunque reparador sueño. De pronto, un ruido, que provenía de la calle, hizo que se despertara sobresaltada y, al mirar el reloj, aumentó su nerviosismo. Se le estaba echando el tiempo encima, debía acudir de nuevo, por la tarde, al supermercado y apenas tenía tiempo para asearse y salir corriendo.
La búsqueda de aparcamiento siempre suponía toda una aventura en aquel barrio y además parecía que esa tarde era aún más difícil. Después de lograrlo, entró en su centro de trabajo saludando a sus compañeros y clientes al tiempo que se dirigía, presurosa, a los vestuarios. Se enfundó el uniforme, que llevaba vistiendo desde hacía más de veinte años, al que además debía sumar guantes de látex y mascarilla.
Mientras esperaba la llegada de una mascarilla desechable, usaba una de tela, que había cosido a mano una compañera suya que se encontraba de baja laboral con la ayuda de sus dos hijos, en la cual habían escrito mensajes motivadores. Entonces, se emocionó al ponérsela frente al espejo mientras recordaba el tiempo compartido con ella y le deseaba, de todo corazón, que pronto regresara a su puesto de trabajo totalmente recuperada.
Auténticas heroínas
Su compañera no había tenido una vida fácil y eso, tarde o temprano, pasa factura, se dijo. En pocos meses María se había ganado su amistad y cariño. Cuánto la echaba de menos. Pero no había tiempo para la nostalgia.
El supermercado era un hervidero de gente llenando los carros, preguntando sin parar, vaciando las estanterías sin pudor. Se parecía a los días previos a Navidad pero los rostros de preocupación eran bien diferentes.
Apenas salía con los palés llenos de mercancía hasta los topes, y después de colocarlos, debía regresar a por más, porque ciertos artículos volaban literalmente de los estantes.
Su mente era un continuo ir y venir. “Si esto es tan grave como parece yo también me contagiaré. Bueno, dicen que afecta más a las personas mayores pero entonces, menudo consuelo, qué va a ser de mi padre… Claro que llego a casa y, sin tocar nada, dejo la ropa de la calle a la entrada, voy directa a la ducha, si he comprado algo lo desembalo con todo el cuidado pero no sé si será suficiente, él es mayor y está delicado. Si le llegara a pasar algo..., prefiero no pensarlo”.
Qué tiempos aquellos en los que, mientras colocaba meticulosamente los productos en el supermercado, se dedicaba a canturrear alegre.
Salió abruptamente de sus propios pensamientos ante la pregunta imperiosa y urgente de una mujer:
–¿Oye, por favor, dónde está el papel higiénico?
–Lo siento, señora, pero se ha agotado hace varios días, estamos esperando a que llegue en el próximo camión –respondió María, servicial.
–¡Esto es una vergüenza! ¡Así funciona todo! ¡Vivimos en un país de incompetentes! –manifestó visiblemente irritada, mientras subía el tono en cada nueva afirmación–. Bueno, no quería decir que tú lo seas, al final sólo eres el último eslabón de la cadena. Ay mujer, no llores..., lo siento, estoy muy preocupada por mi hijo, es guardia civil, ¿sabes? Está destinado en Madrid, no sé si librará y yo aquí estoy con mi madre, que es muy mayor. En fin, lo he pagado con quien menos culpa tiene y además vosotras también estáis muy expuestas. De veras que lo siento. Y encima no puedo ni darte un abrazo –sollozó, avergonzada por su comportamiento.
–Tranquila, mujer, lo entiendo, no se preocupe –susurró María, al tiempo que se secaba las involuntarias lágrimas que rodaban por sus mejillas a resultas, primero, de las malas formas de la señora y después compadecida por lo que le estaba contando.
“Es terrible todo lo que está sucediendo”, pensó María. Momentos así se habían convertido en una constante, las personas acudían muy inquietas y perdían los nervios con facilidad. Los trabajadores compartían ese nerviosismo causado por el temor y lo mitigaban con bromas para no dejarse vencer por un enemigo invisible que arrasaba con todo lo conocido.
De nuevo, se sumergió afanosa en su trabajo y en sus propios pensamientos. Tanto fue así que, cuando quiso darse cuenta, ya estaba terminando su jornada. Como se había adelantado el horario de cierre, a resultas de la terrible situación actual, ella y sus colegas, salían a la calle a la hora justa para aplaudir a los verdaderos héroes de la pandemia, que amenazaba con hacerse con el control del mundo, si no lo había hecho ya. La emoción se tornaba incontenible, ya que, desde las ventanas, los vecinos les gritaban a sus compañeros y a ella misma, pues los aplausos también iban por ellos, dándoles las gracias por estar en la primera línea de batalla para que todo el mundo pudiera tener alimentos. Tanto María como sus compañeros estaban dejándose la piel y las entrañas, algo que jamás olvidarían.
Los sentimientos de María brotaban a flor de piel, se entremezclaban con el cansancio físico y, lo que es peor, con la fatiga emocional, envuelta en sus propios temores, con la incertidumbre impregnando todo. María no podía contener las lágrimas. Acongojada, se cambiaba de ropa, se despedía de sus compañeros y se encaminaba hacia su casa por unas calles desiertas, desoladoramente silenciosas, abrigada por un atardecer de primavera que asomaba tímidamente en los parques cerrados.
Ya en su cama, una noche más, revisó los últimos mensajes, puso el despertador e intentó descansar.
Mañana volvería a su trabajo, convertido durante la pandemia del Covid-19 en un nuevo escenario de lucha sin cuartel y convirtiéndola, a ella, una simple reponedora de supermercado, en una aguerrida heroína vestida con el manto de la solidaridad y la valentía.
Todos son María


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